lunes, 26 de enero de 2015

Daniel Arroyo escribe en La Nación sobre la muerte de el fiscal Nisman y la necesidad de reformar el servicio de inteligencia



Quiénes espían y para qué lo hacen

Por   | Para LA NACION
El fiscal Alberto Nisman, que sigue la causa por el más brutal atentado terrorista que ha vivido el país, presenta un conjunto de pruebas contra el Gobierno, llama a indagatoria a la Presidenta, su canciller y a personas muy vinculadas al Poder Ejecutivo y, un día antes de su presentación en el Congreso, aparece con un tiro en la cabeza. Éstos son los hechos objetivos y son de tal nivel de gravedad institucional que generaron la mayor conmoción social de la Argentina reciente.
Las lecturas sobre cómo se produjo la muerte, a quién favorece y a quién no, cuál es el grado real de consistencia que tienen las pruebas del fiscal y cómo se lleva adelante la investigación sobre la muerte entran ya en el terreno de la opinión. Cada uno puede tener sus hipótesis (yo tengo las mías) en torno a si se trató de un suicidio, un suicidio inducido o un homicidio.
Todas serán válidas y cada uno seguirá con su impresión, a menos que tengamos una investigación profesional y transparente como casi nunca ha sucedido en la historia argentina.
No es mi intención sumar conjeturas, teorizar o hacer análisis en el aire porque no conozco la causa y la sigo por la información que dan los medios de comunicación. Pero sí creo que este hecho abre una cuestión central para nuestra democracia: necesitamos saber, con claridad, qué hacen los servicios de inteligencia y cuál es el rol que en eso tienen hoy el Ejército y las Fuerzas Armadas. En definitiva, necesitamos saber quiénes espían, para qué, para quiénes y qué hacen con esa información.
No sólo necesitamos saber, necesitamos reformar por completo toda la estructura de los servicios de inteligencia, las escuchas y el espionaje en nuestro país si queremos que nuestra democracia, que ya tiene más de 30 años, garantice realmente el respeto a los derechos y la libertad de las personas.
No es una cuestión instrumental, no es una discusión sobre cómo se asignan los recursos o cómo se organiza una política pública; es una cuestión de fondo que lleva a determinar cuáles son los límites que no se pueden pasar en nuestro país.
No deberían ser los Stiusso, los Pocino, los Milani o los que eventualmente estén en el comando de la ex SIDE los que definan esos límites, los que definan qué características y qué condiciones tiene la vida democrática en nuestro país.
La institucionalidad argentina y la calidad democrática son responsabilidad de los partidos políticos, la Justicia, los actores sociales y los acuerdos que entre todos podamos construir.
Si no lo hacemos rápido, se va a reforzar la creencia generalizada de que aquí le va mejor al que va por la banquina, que nunca quedan claras las cosas, que los que tienen poder siempre "zafan" y que hay una institucionalidad y reglas paralelas que dejan afuera al que trabaja y se esfuerza día tras día.
Ya logramos, en los años 80, un primer acuerdo básico: sólo se accede al gobierno a través de los votos, no hay ninguna chance de hacerlo de otro modo. Con muchas idas y venidas, logramos sostener esa regla de oro y, salvo rarísimas excepciones, todos entienden que ahí hay un límite.
Nos toca ahora, en el inicio del siglo XXI, definir un segundo acuerdo: la red de inteligencia y todo lo que gira a su alrededor sólo debe ser usada para hacer seguimiento y evitar conflictos externos; no es un mecanismo para que quienes detenten el poder accedan a información privada y privilegiada sobre los 40 millones de argentinos. Dicho en términos más vulgares: nadie debería tentarse con jugar a controlar la vida de los otros.
El autor fue viceministro de Desarrollo Social de la Nación.